EL FLAMANTE TRAJE INGLES
DE ALPACA AZUL
Hijo de un acaudalado matrimonio de inmigrantes italianos, productores de vinos en el departamento de Salto, Ricardo
Verona se radica en Montevideo a mediados de los años veinte.
Su propósito, estudiar medicina e incursionar
en el terreno lírico que
lo apasionaba, la ópera. Trajo
consigo a su fiel amigo Hamblet,
un flamante ejemplar de pastor
alemán.
Vive en el barrio de Malvín cerca
de la Rambla. Temprano en las
mañanas, Ricardo y Hamblet suelen pasear
por la orilla
de las olas en
la extensa playa.
Al poco tiempo Ricardo se pone
de novio con
una vecina, hija de
un poderoso comerciante capitalino. Una mañana de correrías
por la arena,
a Hamblet lo atacan dos
enormes perros negros. Ricardo quiso defender
a su amigo y
le va mal. En
la pelea de
las fieras pierde parte
de la quijada
y lo peor,
la mordedura en los genitales es de tal magnitud
que la única
solución que encuentran es la amputación de sus órganos.
Con infección generalizada y otras
complicaciones, durante varios meses
queda internado en un Hospital. Recibe cartas de su familia en Salto, donde
nadie se entera de
lo ocurrido hasta que le dan de alta, entonces
escribe contándoles. La única respuesta es el
aumento del dinero que
mensualmente le llega.
Deprimido por su desfigurado rostro y
su deficiencia física, el joven estudiante de medicina abandona su carrera, devuelve las cartas con
su contenido, renuncia a su novia y
se convierte en vagabundo.
17 de julio
de 1981. A
los setenta y cuatro
años, en el Asilo de
ancianos “Piñeiro del Campo” muere
Ricardo Verona “Caruso”.
El sepelio tiene lugar en el Panteón Municipal del Cementerio del Norte.
Al funeral solo asisten cuatro personas, ningún pariente.
Eladio Pereyra y tres de sus
colaboradores, cargan el féretro
y despiden a su amigo.
El único pariente
que se supo
tenía Ricardo, era una
hermana casada con
un estanciero cerca de
Youg en Paysandú.
Hacía cincuenta años él no sabía de ella.
Eladio Pereyra, propietario del taller mecánico “La Amistad” de la calle Justicia, se hizo
cargo de los gastos funerarios.
Cuenta Eladio: Hasta que pudo, Ricardo dormía en el altillo del taller. Arterosclerosis, incontinencia y la imposibilidad de caminar fueron los motivos de su internación en el Asilo. “Caruso” para los amigos, “El opereta” o “El tenor de Justicia” para muchos, solía cantar óperas en los boliches del barrio. Contaba historias que pocos le creían, como cuando niño la vez que su padre lo llevó en barco a Buenos Aires, al Teatro Colón a ver y oír a Enrico Caruso en 1917. La Traviata, Rigoleto, Carmen, Aida, eran algunos de los temas que Ricardo entonaba en los bares a cambio de comida y vino. Nunca aceptó dinero, lo odiaba. En su rutina diaria recorría el barrio tratando de conseguir con unos lo que otros necesitaban. A nadie le faltó de comer ni abrigo teniendo al opereta cerca. Sugería y alentaba a los estudiantes a que no desistieran, que no perdieran la oportunidad de crecer en conocimientos y sabiduría, porque su momento era ese. Conseguía con los mas pudientes, libros para quienes no podían comprarlos. Porque Ricardo decía: entre los pobres hay gurises inteligentes que se merecen la oportunidad de estudiar.
Cuenta Eladio: Hasta que pudo, Ricardo dormía en el altillo del taller. Arterosclerosis, incontinencia y la imposibilidad de caminar fueron los motivos de su internación en el Asilo. “Caruso” para los amigos, “El opereta” o “El tenor de Justicia” para muchos, solía cantar óperas en los boliches del barrio. Contaba historias que pocos le creían, como cuando niño la vez que su padre lo llevó en barco a Buenos Aires, al Teatro Colón a ver y oír a Enrico Caruso en 1917. La Traviata, Rigoleto, Carmen, Aida, eran algunos de los temas que Ricardo entonaba en los bares a cambio de comida y vino. Nunca aceptó dinero, lo odiaba. En su rutina diaria recorría el barrio tratando de conseguir con unos lo que otros necesitaban. A nadie le faltó de comer ni abrigo teniendo al opereta cerca. Sugería y alentaba a los estudiantes a que no desistieran, que no perdieran la oportunidad de crecer en conocimientos y sabiduría, porque su momento era ese. Conseguía con los mas pudientes, libros para quienes no podían comprarlos. Porque Ricardo decía: entre los pobres hay gurises inteligentes que se merecen la oportunidad de estudiar.
El simpático bohemio se hizo querer
por donde anduvo.
En la calle
Justicia todo el mundo era
amigo de Caruso.
Solidario y fraterno,
hacía
mandados para los ancianos, recorriendo boticas y laboratorios, obtenía
medicamentos caros o difíciles
de encontrar. Amigo de los niños, los
acompañaba y se preocupaba de que no faltaran
a la escuela.
Era tal la confianza que se
había ganado que algunos comerciantes lo mandaban con importantes
sumas de dinero con total tranquilidad. Cierta vez le pidieron que fuera a
pagar una cuenta a
un Banco en
el centro. Lo detuvieron por sospechoso.
-Comisario, yo vine
a dejar plata, no a robar- declaró
a la policía. Al preguntarle por su domicilio dijo hospedarse
en el penthouse
de la “Amistad”
-¡Me humillaron! ¡Me raparon y me afeitaron!, lo peor
que no me
devolvieron ni un pelo
y eso que
se los
reclamé- Dijo bromeando al volver
con su voz mas
enronquecida que nunca.
Siempre de buen humor,
imitaba ridiculizando a todo aquel que
trataba mal a otra persona. No se callaba ante la
injusticia. Cuando
alguien se molestaba y lo enfrentaba, le pedía disculpas.
En
sus ebrias conferencias
bolicheras, solía dar retóricas como: “Perdona
si quieres ser feliz. Cuando te enojes,
no discrimines ni ofendas
a nadie. Todos somos
iguales, el cuerpo es
apenas un envase. El valor de las personas no es lo que muestran, si no lo que hacen por los demás. El
amor guardado no tiene sentido,
regálalo que es gratis”. Como éstas y tantas otras premisas, aquel humilde hombrecillo de
metro y medio desparramaba bondades, contagiando fe y optimismo a todo el barrio.
Cierto día la hija Manolo,
dueño del bar
de la esquina,
fue al taller en
busca del tenor. Eduardo
Pereyra, mi hermano menor estaba allí. Era
estudiante en la Escuela de Aviación.
Caruso los presentó, se hicieron novios y
se casaron. Vinieron
a vivir a la casa del
gallego, donde el
opereta entraba y salía como uno
mas de la familia, como en
la mayoría de las casas de los
alrededores.
El piloto recibido
y su esposa
tuvieron una hija,
Claudia Pereyra Lagos.
Caruso y Claudita
fueron muy compinches,
él
le enseñaba a cantar.
La acompañaba a la escuela, de ida y vuelta
tarareaban canciones y saludaban
a todos con quienes se cruzaban.
A comienzos de los años setenta, la niña
inició la enseñanza secundaria. El piloto había ascendido
de grado y
tenía un cargo
importante en la Fuerza Aérea.
Para la madre de Claudia
la compañía de Caruso
no era algo
bien visto. Ella pretendía que siendo
la hija de
un galardonado aviador, debía de
ser conducida a sus estudios en un vehículo acorde con
la jerarquía de su padre. A
Claudia le molestaba eso y en cuanto
podía se hacía acompañar por su amigo de
siempre. Ése gesto de
humildad le caía
simpático a sus amistades y compañeros de estudio. La madre
insistía en que Claudia debía ir
a un colegio
privado, de mejor nivel.
Manolo había comprado
el antiguo caserón pegado al
bar por la calle Justicia y lo había convertido
en salón de fiestas. El estreno
sería para los
quince de su nieta.
Por el fondo, la
casa de familia, el bar y el salón estaban
comunicados.
Maria Victoria
Lagos, hija única de
Manolo organizó a gusto
y ganas como acostumbraba hacer con todo,
la fiesta de cumpleaños
de su hija.
Escogió los invitados preparó el buffet y
distribuyó los lugares en el salón. Entre
las pocas cosas que le concedió a Claudia,
fue aceptar la invitación a Ricardo.
Claudia nunca lo llamó por
otro nombre.
26 de marzo, cumpleaños
de quince de
Claudia. Los primeros ruidos en
el taller despertaron de un sobresalto a Caruso que
dormía en el
altillo. Presuroso y tropezando
con sus alpargatas
descalzadas, el opereta
bajó la angosta escalera. -ahora vengo-
dijo al pasar
por la oficina donde tomaban
mate un par de mecánicos. –Se me hizo tarde
y tengo que
entrar en la urbe sin lavarme la cara,
¡una blasfemia!- gritó y
se fue.
Allá iba Caruso,
chancleteando raudo por
Justicia hacia el centro.
“La donna è
mobile, qual piuma
al vento, muta
d'accento e di pensiero.”: cantaba. Llegó hasta
la florería, pidió que le regalaran alguna rosa,
-tengo un compromiso- Dijo.
Al regreso entró por la cocina a
la casa de
Manolo, con tres rosas amarillas para Claudita
-La señora quiere
hablar con usted,-
le dijo la
empleada de la casa.
-Mi hija insistió
en que quiere tenerlo el sábado, como invitado. A las
nueve en punto, por
favor. Usted va
a ocupar una mesa en
el fondo a
derecha con los del
taller; ya lo conocen así que
no van a tener inconveniente en aceptarlo. Hablé con Don
Ramón, el peluquero,
para que lo
prolijee y le voy a dar un traje que
era de mi padre para
que venga con
él a la fiesta. Cuídelo porque está flamante
y es de alpaca inglesa-
dijo la dueña de casa.
El sábado a las nueve de la noche en
punto llega Caruso
a la fiesta. Entra como todos
los días por
la puerta de atrás
y pide para hablar
con la señora María Victoria.
–No la interrumpan, que venga cuando
pueda, yo espero el tiempo que
sea,
tengo una vida
por delante- Dijo Ricardo con su
pelo largo, la
misma barba, los harapos y alpargatas
de siempre. El mismísimo
Carusito esperaba estoico en la puerta de la cocina, hasta que vino ella.
Ricardo lo sostenía
en su mano
derecha colgado de una percha y
enfundado.
-Aquí está,
limpio y prolijo
el “El flamante traje ingles de alpaca
azul” que usted invitó
a su fiesta Sra.-
dijo Caruso devolviéndole
el traje de su padre.
El 17 de julio de
2011, treinta años después de la muerte de Ricardo,
Claudia se despide de su madre en
el mismo cementerio.
Por primera vez
ella visita la tumba
y en la urna
que guarda los
restos de aquel viejo amigo, una
lápida dice: 1907-1981 “LA CARIDAD FUE LA VIRTUD DE
TU HUMILDAD”
Jorge Nocetti Ruiz
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