EL HIJO DE
LA TRINIDAD
Preocupadas, las gallinas
comentaban la ausencia
de la solterona
del grupo. En
las ramas de
los espinillos donde dormían y por todas partes, las que
antes protestaban por el bullicio de la descocada, ahora las
perturbaba el silencio
casi sepulcral que reinaba
en el gallinero.
Hasta los gallos extrañaban aquel alboroto.
Decían que estaba enferma o que andaba de
amores por ahí.
Que se trataba de la menopausia comentaban, hasta que
Clotilde, la gallina
más vieja, se llevó la punta del
ala a la sien y dijo: -¡Cómo
no se me había ocurrido
antes! Si está más
claro que el agua,
la muy descarada
está clueca y
se hacía la
santa, ahí la tienen. Así está nuestra
reputación-.
- Nunca le conocimos
marido-
Criticaban las otras
en coro.
Transcurridos los veintiún
días, todas esperaban
verla salir a
pasear con sus pollitos, pero nada.
Pasaron siete días
más
y no aparecía.
Nadie del corral
sabía que la gallina soltera, en sus escapadas a coquetear
por el algarrobal, había encontrado
un huevo extraño y decidió
incubarlo.
Ya empezaba a creer
que estaba empollando un huevo vacío, cuando
sintió resquebrajarse el oscuro cascarón. Un inmenso
cariño inundó su
corazón viendo asomar el pico
del ave.
-Se llama Humberto-
dijo la madre orgullosa.
-¡Es un monstruo!-
Sentenciaron las demás
gallinas. –Un fenómeno raro, qué
feo, ave de mal agüero, signo del
final de los tiempos- Comentaban los patos
y los pavos asombrados. Sin embargo, ella caminaba
muy oronda por
la orilla del lago
con su hijo, el
más hermoso del mundo.
Le enseñaba a escarbar
la tierra húmeda
para escoger las lombrices más sabrosas, sin hacer
caso a las miradas envidiosas de sus compañeras.
Humberto se dio cuenta que era
diferente a los demás. Cuando
intentaba jugar con
otros pollos, éstos disparaban.
Una tarde soleada
se acercó a tomar agua
del lago y al ver aquel bicho
que lo miraba, se asustó tanto que
soltó un alarido
espantando a todo el corral.
La imagen del espejo no
se parecía a nada de lo que él conocía. Era monstruoso aquel ser.
Tenía enormes ojos amarillos
debajo de grandes cejas blancas que le llegaban
hasta los oídos y
encima de la cabeza, ostentaba una emplumada
cresta negra. Ningún pollo era así. Y para colmo, el
intruso había lanzado
un grito que le dejó el
corazón en un hilo.
-¿Y a éste que le pasa? Molesta la paz del vecindario y todavía
tiene el descaro
de hacerse el asustado.
Ya decía yo
que la santita
de la solterona
no andaba en buenos
pasos, ¡Debemos desterrar al engendro
del gallinero!- Decretó el gallo jefe.
La madre enfrentó
con valentía al Consejo del corral
y no permitió
que expulsaran a su primogénito.
-¡Es un indeseable carancho! No pertenece a nuestra
familia- dijeron los concejales. – ¡No lo podemos aceptar!- A lo que ella replicaba: -Cualquiera pone un
huevo, “Madre” es la que cría. Yo
lo incubé y
por eso él está vivo.
No pueden prohibirle estar aquí sólo
porque sea diferente. A
quien deberían censurar
es a la
hembra cobarde que
abandonó aquel huevo.
Quizás alguna adúltera o
una que no
quiso manchar su
reputación de buenita,
como si ser
madre fuera algún
delito-.
Consoló al pobre
Humberto que seguía temblando, sin poder
cobijar el cuerpazo del infeliz bajo sus
alas. Pero Humberto inconsolable, seguía enfermando de pena.
-¿Quién soy? ¿De
dónde vengo? -. Preguntaba. –Mi familia grande no
me quiere aquí. Yo
no pertenezco a este mundo madre-.
Débil, aquel polluelo
estaba dispuesto a dejarse
morir.
Al caer la
tarde, por el rojizo cielo
pasaba una cuarteta
de alegres caranchos, que al escuchar el quejido
lastimero de Humberto, sobrevolaron el corral y
se posaron en las ramas altas
de un espinillo,
examinándolo desde lejos.
-¿Qué hace este
carancho aquí?- Dijo uno
de ellos. -No, no
es un carancho;
por fuera parece, pero no
lo es. ¿No
ven que se aferra a
una simple gallina? Se nota que
solamente sabe caminar y como máximo podrá correr.
Yo creo que
nunca ha volado. Vámonos, estamos perdiendo nuestro tiempo y el sol se acaba -.
Desesperada, la madre
fue a visitar
al conejo curandero
para pedirle consejo.
-Curarlo es preciso, el tiempo
es conciso, mal del
alma no lo calma ni
jarabe ni cataplasma.
Hay un lugar en el Oriente, donde un sabio
zorro ayudarle acaso pueda, pero, ¡Oh,
terrenal gallina! El anciano tiene un
templo de sanación,
donde no te está
permitido pisar. Allí
tu especie es el sacrificio, sois ofrenda y alimento.
Deberéis
confiar en lo que te dicte
tu corazón, noble mujer- Dijo susurrando el viejo conejo, mientras
empezaba a meter los
dientes en otra
zanahoria que como pago le llevó
la gallina.
Hizo de tripas corazón y cargó
al moribundo. Subiendo la montaña
del oriente, lo llevó hasta
las puertas de un amurallado templo con enormes columnas doradas. Resonaron las palabras
del sabio zorro,
al que nunca llegó
a ver: -“Llamad y se os abrirá,
pedid y se os dará”.
Golpeó ruidosamente la gran
puerta y se dio vuelta
sin esperar a que se
abriera. Dejó en el umbral el cuerpo
casi
consumido del carancho. Le dio la espalda y regresó.
Humberto soñaba que un anciano barbado lo cargaba, dejándolo en un
aposento oscuro. Parecía por el nauseabundo olor estar en
el fondo de
la tierra, como si fuera
la antesala de la muerte. Sin otro dolor que el de su alma, en
la oscuridad podía ver los
pensamientos del sabio en forma de
sentencias, grabadas con
tinta luminosa sobre las negras
paredes: “Conócete y superarás
tus miedos” “El límite es físico,
la limitación es
mental”.
Y entonces dudó, ¿Medio
muerto o medio
vivo?. Se sentía tan
débil que tampoco podría regresar. Comprendió que ya estaba muerto,
pero a la vez seguía oyendo la
voz de aquellas leyendas.
Reconoció la voz del anciano
que lo había
cargado hasta allí.
Era un viejo
zorro y
le dijo: -No te
asustes carancho, no soy un ángel,
apenas soy un zorro y
no como
caranchos, los zorros comemos
gallinas.
-Mi madre
me abandonó-.
-Esa gallina valiente arriesgó su vida
para que tuvieras una oportunidad. Ahora mirad al espejo y
veréis un carancho,
es lo que eres. Deberéis
aprender a vivir y comportarte
como tal. Y si tus hermanos no te reconocen, tendréis
que demostraros que eres uno de ellos. Sois
carancho y aunque
creáis ser hijo
de la gallina, en alma mente y
plumas, eres
carancho. Ve y únete
a los
de tu clase,
vuela, ellos son
tu raza-.
Sin necesidad de practicar,
confió en sus instintos y suavemente
se deslizó
hacia la altura de los cielos.
La madre en tanto,
luego de descender al valle,
llegó al corral
de las gallinas, como gallina,
sin orgullo ni
dignidad.
-Volvió la muy lista, tan
vacía como siempre-
Comentaban burlándose
las otras gallinas en las ramas del espinillo.
–Por suerte Clotilde
que la
desdichada decidió abandonar al maldito
carroñero. Cruz diablo
ese animal hambriento
de achuras frescas, con tanta gallina vieja por
aquí-.
En las tardecitas se podía
oír el barullo
de los caranchos
en las alturas del monte. Antes de prepararse
para dormir, la solterona
se daba una vuelta por la
orilla del lago. Aquel bullicio
alimentaba la esperanza
de que su hijo estuviera vivo.
Al amanecer de un día de la siguiente primavera, el ruidoso aleteo de
los caranchos aterrizando alborotó al corral. Era Humberto,
con su hembra
y dos polluelos.
-Vine a que conocieras mi nueva familia, a tu nuera y
tus nietos. Para hacerte saber mi reconocimiento, a la gallina mejor madre
del mundo-.
El orgullo no cabía
en el corazón
de gallina. Dándoles un beso
los despidió.
Y al perderse de vista las cuatro aves tras los árboles, caminó con
pasos largos y pecho
erguido hacia los
cientos de ojos
que la observaban
desde los espinillos. Retumbaban
en la arena
las pisadas de
la gallina. Hasta las
hormigas se detuvieron
a escuchar. Estiró a más no poder
su cogote, aleteó tres veces,
sacudió el plumaje
y les dijo:
-El beso más difícil fue el último- y la Trinidad murió.
Jorge Nocetti Ruiz