UNA
GRANJA SIN NARANJAS
Montada en el miedo de no llegar antes que los
amenazantes nubarrones negros, golpeó insistentemente con sus
talones desnudos el costillar del zaino. El
bagual asustado con el rayo
que cayó cerca, abruptamente se detuvo
e incorporándose sobre sus
patas, se alzó
en toda su
largura, relinchando y pateando
contra el feroz viento. La niña
se aferró a las crines. Sin poder
sostenerse cayó. Cubierta por las
gruesas y frías
gotas, aún cegada
por el polvo
de la ventisca, sintió que el caballo rebuznaba golpeando el piso
a su lado.
-¡Bandido!- Gritó. Y
el animal la
empujó con el hocico y ella no
se movió.
El ruido de
las chapas flojas del
techo y el postigo abierto golpeando en la ventana
de la cocina
del humilde rancho, preocupaban a Juan,
que atónito miraba desde el galpón
como el viento
arrancaba de cuajo
la glicina enredada en la galería. Ni Juan ni
nadie si hubiera, escucharían los gritos desesperados de Manuela que corría dentro
del rancho intentando salir. La
aldaba de la puerta se
había trabado. En los momentos que podía, veía pasar
ramas arrancadas de los árboles, vasijas, bancos y todo lo que el viento
encontraba a su paso. El
techo crujía. El agua
se estrellaba contra el
pequeño vidrio de la puerta del frente, a la vez que
convertida en barro
líquido empezaba a entrar
por debajo. Algo grande que
pasó cerca de
la ventana llamó su
atención, iba en sentido contrario a todo lo
que volaba. Juan lo vio y como pudo
le abrió el
portón, era Bandido, uno de los caballos de los Pereyra, muy asustado. Pateaba el piso
arrastrando una de sus manos, sacudía
la cabeza y
rebuznaba.
La triple hilera
de abetos que el viejo Pereyra tenía para cubrir los naranjos, le hacían
abrigo a la casa. Desde
allí no se notaba la furia
de aquella tormenta de verano,
que arreciaba colinas abajo.
Don Andrés entró al
caserón alertando a su hija del
viento y la lluvia que
se veía venir. -¡Cierra
todo, pon las
trabas, el cielo
está negro!- Alicia sacaba el pan del horno. -¡Ya
voy papá!, quiero
apagar el fuego, recuerda
que el último
vendaval entró por
la chimenea y nos llenó de humo.
-¡Alicia!, ¿Y Rosario?
gritó el viejo-
-No quiso hacer
la siesta y se fue con
su padre, está
arando allá abajo, contra la aguada.
Fue en el zaino-
Domingo sintió los
truenos y vio la negrura
del otro lado
de la colina. Pensó que le daba el
tiempo para cortar un
par de melgas
más. –Espero que la gurisa
haya llegado a las casas- pensó
mientras mantenía el arado
yendo hacia el
norte, dándole la espalda
a la tormenta. Cuando llegó al
fondo y volteó al
sur, no podía creer
lo que veía. Era
una turbonada nunca vista,
árboles enteros, naranjos rodando por la ladera. Todo venía
girando hacia el
bajo. No había
donde guarecerse, lo único
que atinó fue a desprender los caballos del arado y
éstos salieron disparando hacia una isla de
eucaliptos que apenas
se divisaba, como a media
legua. Domingo atónito corrió tras ellos. Cuando llegó al
pequeño monte, lo peor
había pasado, pero aún llovía
mucho y decidió
esperar. Estaba ahora más lejos de
la casa.
El viento acabó tumbando
el galpón de
Juan. Manuela pudo salir
justo antes que volara
la primera chapa. El
rancho no aguantó
y cayó. -¡Vámonos!-
dijo Juan montado en el enorme caballo. Subió a
su mujer en ancas
y tomó el
sendero rumbo al pueblo.
Al llegar al
camino, Bandido no obedeció
y dobló en
sentido contrario, hacia la
cañada crecida. –Este bicho está loco-
dijo Juan. El
animal cruzó la cañada y se detuvo. No hubo
forma de hacerlo andar. Ambos se
bajaron. Bandido giró hacia
las piedras, paró y de allá
los miraba relinchando,
hasta que fueron y
encontraron el cuerpo de
la niña. –Es Rosarito, la nieta
de don Andrés- Manuela de vez en cuando
era llamada por los
Pereyra para hacer
limpiezas en el caserón
y Juan solía
trabajar en la zafra de
naranjas.
-¡Está viva!- Dijo
el muchacho. Manuela montó llevando
en sus brazos a la niña
de gran tamaño para
sus doce años. El caballo no esperó
órdenes y arrancó a trotar. Juan caminó acelerando
el paso hasta que pudo, luego
los siguió de
atrás.
La lluvia paró, el
tormentón había pasado. Una hora
después, la madre le curaba a Rosario
la herida en
la cabeza que
le había hecho
perder el conocimiento. Al rato
llegó Domingo y luego
don Andrés que había ido a ver los destrozos. –¡No quedó
nada en pie,
ni una naranja!
–Exclamó el viejo
compungido.
Alicia enteraba a su esposo de
lo ocurrido y él juraba estar
tranquilo pensando en que a su hija le
había dado el
tiempo para llegar,
ignorando que ella había decidido ir por la orilla del
campo, pasar por
el cañadón, por el
camino mas largo.
-Para nosotros Bandido fue una
bendición, nos fue
a buscar y nos llevó donde
estaba la
pobrecita. Perdimos todo, rancho
y galpón- comentaba Juan con la voz quebrada- .
Ahí recién el anciano
tomó cuenta de porqué
estaban ellos en su casa. Hasta ahora pensaba
que habían ido
por ayuda y
les agradeció que hubieran devuelto el caballo, pero que
nada podía ofrecerles a cambio. Solo les prestaría el granero para que
pasaran la noche.
Se ocultaba el rojizo sol tras
el monte y
don Andrés, recostado en la
mecedora de junco, tan
triste como el
día de su viudez, no paraba
de lamentar su desgracia, el naranjal.
Las mujeres preparaban la cena
para todos. Alicia no
dejaba de agradecer a los pobres vecinos. De pronto
la joven Manuela,
hermana de cuatro
varones, tres menores que ella
dijo: -Señora, no es bueno que
después de un golpe
la niña duerma
tanto.
Rosario traspiraba y sollozaba
como un bebé. La
madre intentó despertarla. La niña
abrió los ojos perdidos sin responder,
sin conocerla. Manuela corrió al
granero -¡Apronten el carro mas ligero, Rosario no despierta!-
Juan aprontó el carruaje
techado de rueda
fina, que el viejo tenía
reservado para ocasiones especiales. Domingo fue a la casa
a buscar a su familia.
-¿Qué alboroto es éste?, ¿Qué pretendes hacer con el carruaje muchacho?. ¡Ni sueñen que con
el lodazal que ha quedado y la cañada crecida
lo van a sacar a
ninguna parte!- -La niña está mal,
hay que llevarla al pueblo señor-
-¿Qué hicieron con ella? en
vida de la finada no pasaban
estas cosas, ella siempre sabía qué hacer. Vamos
a aprontar el carretón, es mas lento pero
mas seguro por si hay mucho
barro.
Don Andrés Pereyra,
tuvo que vender todas
sus propiedades menos la casa
para poder pagar
los gastos del tratamiento
de su nieta en la gran ciudad.
Cinco años estuvo
en estado vegetativo.
Un mismo seis
de enero, sentada
en la mecedora
que perteneció a su abuelo, Rosario contemplaba inmóvil como se
retorcían los nubarrones negros, arrasando todo cuanto encontraban
en su camino.
Un rayo cayó
cerca, la casa
tembló.
Otra vez el pánico y
el viejo bagual con
su relincho, dando patadas al viento. La muchacha inválida sonrió, lloró y
balbuceando apenas pudo decir,
Bandido…
Después de la tormenta volvió la vida
a la granja.
Jorge Nocetti Ruiz