LA
PIEDRA QUE ME PARIÓ
Eran las
diez de la
noche cuando Pedro
me detuvo saliendo
de la cantina
del Club.
-¡Hey Rolando!
¿A dónde vas? Vuelve amigo tómate otra,
falta la vuelta
del capataz.
Ven, vamos a golpear
la mesa y desafiamos a este par de
compadritos que hace rato están
ganando y nadie
les baja el
copete. Tú y yo podemos.
-Es que mañana bajamos
por una semana.
Me quiero despedir de Zafira.
-Ya está servida
Rolando, vuelve,
no seas cobarde que una
más no te hace nada.
Ahora
vas
te la revuelcas, le dices
que la amas
y la dejas feliz.
El billar desafiante y la barra alentando, el reloj corría.
Una tras otra
y la última no llegaba.
-¡Muchachos! Vamos a
terminar porque a Rolando
lo están esperando
para que plante la semillita
por si no vuelve, ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!-
Eran las dos
de la mañana cuando
me dejaron en casa.
Zafira esperaba despierta. Le di un beso
y se separó
de mí abanicándose
la nariz con
su mano.
Me doy un baño
y vengo, le
dije queriendo disimular las copas demás. Tropecé
entrando a la
ducha, ella me
ayudó.
Al poco rato me
sacude insistente -¡Rolando! ¡Despierta,
está el camión de la mina! Ya
son las seis.
La mochila estaba pronta
y detrás de
la puerta ella, con
su corto camisón azul estrenado
sin arrugarse.
El maquillaje le puso
luto a sus lágrimas.
La cabeza me giraba
pero un chispazo
de lucidez trajo a
mi memoria una leyenda escrita en la entrada del túnel
y le dije, -“NO CIERRES
LA PUERTA DE
TU CORAZÓN, YA
VUELVO”-.
A las
ocho en punto
tocó la sirena,
entramos.
Desde la boca hasta el transporte que nos
lleva al fondo
hay muchas inscripciones en las paredes. Los mineros escriben algunas de ida y otras
de vuelta, cosas como:
“LAS PIEDRAS PRECIOSAS ABAJO, LOS
DIAMANTES NOS ESPERAN EN CASA” Yo tengo mi
favorita, ahí me detengo y me persigno. “DIOS, NO CIERRES
LA PUERTA QUE AHORITA
VOLVEMOS”
En la
mañana del tercer
día sentimos temblar la piedra.
El
estruendoso rugido de la roca que se parte. No
hubo alerta por
detonación. Nos invadió el polvo
y el olor
a piedra muerta. La polvareda
nos cegaba y
nos ahogaba.
Silencio.
Oscuridad.
-¿Hay alguien ahí?- Varias
voces respondieron fuerte, parecían estar sanas. La luz de mi casco estaba encendida
pero no veía
nada.
Extendí mis brazos queriendo llegar a la pared para ubicarme.
Sentía que otros
también se movían.
Reconocí la voz del capataz
-¿Hay
alguien lastimado?- Se escucharon
muchos “No”.
Cuando el polvo
se asentó hayamos el refugio.
Un hueco donde permanecemos
durante los relevos, con
reserva de agua
y comida para
la semana. .
Esperamos.
Caminamos de un lado a otro
sin hallar ni un agujerito de esperanza.
Aislados.
Esperamos.
Rezamos.
Esperamos.
De una cosa nos convencimos, esta vez Dios había cerrado la puerta y ahora
no volveríamos si no nos sacaban.
Nos turnábamos para dormir
y al cerrar
los ojos intentándolo, el mismo
pensamiento me desvelaba
atormentándome una vez más.
El pequeño camisón azul, su
perfume, la mesa
tendida, el aroma
del incienso y el vientre sin semilla.
Las horas eran días, los
días semanas. El reloj
giraba más lento,
tanto que parecía
que en cada
doce cambiaba un día. La
impotencia nos invadía.
-¡Estamos muertos!- dijo Pedro.
-¿Cuánto tiempo falta para
que se termine la comida?-
preguntó otro.
-¿Cuán lejos estamos
del infierno?-
Tratábamos de distraernos hablando permanentemente pero
toda conversa nos
llevaba al mismo
tema y al callar,
la muerte insistía con sus
preguntas.
De haber
vuelto a casa temprano seguro que
la despedida hubiera sido maravillosa.
Las lágrimas de mi Zafira
no serían de luto,
¿y si la hubiera
embarazado?
No, no, prefiero que me duela a
mí por haberle
fallado. Para ella
no será tan
duro perder a quien
faltó a la cita. O tal vez su amor fuera
más fuerte de
lo que creo y aquel hijo sería
su refugio, su consuelo.
¡Cuánto
quiero a esa mujer! Nunca se lo dije.
La ira
había tomado cuenta
de más de uno. -¿Cuándo
la desesperación hará
que nos matemos
unos a otros?-
Un compañero que caminaba
por el trecho
de túnel sano
pidió que nos
calláramos, que oía
una mecha perforando,
-¡Nos están buscando!- gritó
La bendita mecha al fin asomó. Hicimos saber que
no estábamos muertos.
La montaña, la mina, el
refugio ahora era la placenta donde podríamos
alimentarnos y esperar el parto.
Renacer, volver a vivir.
Treinta y
tres años del primer
parto. Ésa vez
asomé a la vida sin
deberes ni calificaciones, sin glorias
ni
penas.
Nacer después de la muerte, volver a
donde están mis deudas,
mis culpas.
¡Que alegría poder pagarlas!
Le hicieron una ecografía
a la montaña,
el parto sería para navidad.
La cesárea llegó antes. La
perforación, el tubo,
la cápsula y el viaje vertical
de quince minutos. Una eternidad. Mil reflexiones. La salida.
Los aplausos.
-¡Estoy vivo! ¡La piedra me parió!-
Los brazos
abiertos de ella
fue lo único
que vi.
-¡TE AMO ZAFIRA! ¡TE
AMO!
Sus lágrimas eran diamantes
de agua bendita y en su vientre una nueva esperanza.
Jorge Nocetti Ruiz
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